DISCURSO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
Sala Regia
Lunes 10 de enero de 2011
Excelencias,
señoras y señores:
Me alegra recibiros, ilustres Representantes de tantos países, en
este encuentro en el que, como cada año, os reunís con el Sucesor de
Pedro. Este encuentro reviste un gran significado, ya que ofrece una
imagen, al mismo tiempo que un ejemplo, del papel de la Iglesia y de la
Santa Sede en la comunidad internacional. Saludo cordialmente a cada
uno, en particular a los que participáis por primera vez. Os agradezco
la dedicación y atención con que, en el ejercicio de vuestras delicadas
funciones, seguís mis actividades, las de la curia romana y así, en
cierta medida, la vida de la Iglesia católica en todo el mundo. Vuestro
Decano, el Embajador Alejandro Valladares Lanza, se ha hecho portavoz de
vuestros sentimientos, y le agradezco los deseos que me ha expresado en
nombre de todos. Conociendo la unión de vuestra comunidad, estoy seguro
de que en vuestro recuerdo estará hoy presente la Embajadora del Reino
de los Países Bajos, la Baronesa van Lynden-Leijten, que hace unas
semanas marchó a la casa del Padre. Me uno con la oración a vuestros
sentimientos.
Al comienzo de un nuevo año, resuena en nuestros corazones y en el
mundo entero el eco del anuncio gozoso que resplandeció en la noche de
Belén hace veinte siglos, noche que simboliza la condición humana en su
necesidad de luz, de amor y de paz. A los hombres de entonces, así como
a los de ahora, los ejércitos celestiales llevaron la buena nueva de la
llegada del Salvador: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz
grande; a los que habitaban en un país de sombras, una luz les brilló» (Is
9,1). El Misterio del Hijo de Dios que se hace hombre supera
completamente cualquier expectativa humana. En su absoluta gratuidad,
este acontecimiento de salvación es la respuesta auténtica y completa al
deseo más profundo del corazón. De Dios viene la verdad, el bien, la
bondad, la vida en plenitud que cada hombre busca consciente o
inconscientemente. Aspirando a estos bienes, toda persona busca a su
Creador, ya que «sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de
todo ser humano» (Exhort. ap. Postsinodal
Verbum Domini, 23). La humanidad, a través de sus creencias y
ritos, ha manifestado a lo largo de su historia una búsqueda incesante
de Dios, y «estas formas de expresión son tan universales que se puede
llamar al hombre un ser religioso» (Catecismo
de la Iglesia Católica, 28). La dimensión religiosa es una
característica innegable e irreprimible del ser y del obrar del hombre,
la medida de la realización de su destino y de la construcción de la
comunidad a la que pertenece. Por consiguiente, cuando el mismo
individuo, o los que están a su alrededor, olvidan o niegan este aspecto
fundamental, se crean desequilibrios y conflictos en todos los sentidos,
tanto en el aspecto personal como interpersonal.
Esta verdad primera y fundamental es la razón por la que, en el
Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, de
este año, he señalado la libertad religiosa como el camino fundamental
para la construcción de la paz. Ésta, en efecto, se construye y se
conserva solo cuando el hombre puede buscar y servir a Dios libremente
en su corazón, en su vida y en sus relaciones con los demás.
Señoras y Señores Embajadores, vuestra presencia en esta solemne
circunstancia me invita a realizar un recorrido general por los países
que representáis y por el mundo entero. En esta panorámica, ¿no se ven
acaso numerosas situaciones en las que lamentablemente el derecho a la
libertad religiosa ha sido lesionado o negado? Este derecho del hombre,
que es en realidad el primer derecho, porque históricamente ha sido
afirmado en primer lugar, y porque, por otra parte, tiene como objeto la
dimensión constitutiva del hombre, es decir, su relación con el Creador,
¿no ha sido demasiadas veces puesto en discusión o violado? Me parece
que hoy la sociedad, sus responsables y la opinión pública, son más
conscientes, incluso aunque no siempre de manera exacta, de la gravedad
de esta herida contra la dignidad y la libertad del homo religiosus,
sobre la que he querido llamar la atención de todos en muchas ocasiones.
Lo he hecho en mis viajes apostólicos del último año, en
Malta y
Portugal, en
Chipre, en el
Reino Unido y en
España. Más allá de las características diferentes de estos países,
conservo de todos un recuerdo lleno de gratitud por la acogida que me
han dispensado. La
Asamblea
Especial del Sínodo de los Obispos para el Medio Oriente, celebrada
en el Vaticano en octubre pasado, ha sido un momento de oración y
reflexión, en el que el pensamiento se ha dirigido con insistencia a las
comunidades cristianas de esta región del mundo, tan probadas a causa de
su adhesión a Cristo y a la Iglesia.
Sí, mirando hacia Oriente, nos han consternado los atentados que han
sembrado la muerte, el dolor y la angustia entre los cristianos de Irak,
hasta el punto de inducirlos a dejar la tierra de sus padres en la que
han vivido desde siglos. Renuevo a las autoridades de ese País y a los
jefes religiosos musulmanes mi apremiante llamamiento a trabajar para
que sus conciudadanos cristianos puedan vivir con seguridad y puedan
seguir dando su aportación a la sociedad de la que son miembros con
pleno derecho. También en Egipto, en Alejandría, el terrorismo ha
golpeado brutalmente a los fieles reunidos en oración en una iglesia.
Esta sucesión de ataques es un signo más de la urgente necesidad de que
los Gobiernos de la Región adopten, a pesar de las dificultades y
amenazas, medidas eficaces para la protección de las minorías
religiosas. Si es necesario lo diremos una vez más. En Oriente Medio,
«los cristianos son ciudadanos originarios y auténticos, leales a su
patria y, por ende, cumplen con sus deberes nacionales. Es normal que
ellos puedan gozar de todos los derechos como ciudadanos, de la libertad
de conciencia y de culto, de la libertad en el ámbito de la educación y
de la enseñanza en el ámbito de los medios de comunicación» (Mensaje
al Pueblo de Dios del Sínodo de Obispos para Oriente Medio, 10).
A este respecto, aprecio la preocupación por los derechos de los más
débiles y la clarividencia política que algunos países de Europa han
demostrado en estos últimos días, pidiendo una respuesta concertada de
la Unión Europea para que los cristianos sean protegidos en Oriente
Medio. Quisiera recordar, en definitiva, que el derecho a la libertad
religiosa no se aplica plenamente allí donde sólo se garantiza la
libertad de culto, y además con limitaciones. Asimismo, animo a que se
promueva la plena salvaguarda de la libertad religiosa y de los demás
derechos humanos, mediante programas que, desde la escuela primaria y en
el marco de la enseñanza religiosa, enseñen a respetar a todos los
hermanos en humanidad. Por lo que respecta a los Estados de la Península
Arábica, donde viven numerosos trabajadores cristianos inmigrantes,
espero que la Iglesia católica pueda disponer de estructuras pastorales
apropiadas.
Entre las normas que lesionan el derecho de las personas a la
libertad religiosa, merece una mención especial la ley contra la
blasfemia en Pakistán: Animo de nuevo a las autoridades de ese País a
realizar los esfuerzos necesarios para abrogarla, tanto más cuanto es
evidente que sirve de pretexto para cometer injusticias y violencias
contra las minorías religiosas. El trágico asesinato del Gobernador del
Punjab pone de manifiesto la urgencia de proceder en este sentido: la
veneración a Dios promueve la fraternidad y el amor, no el odio o la
división. Se pueden mencionar otras situaciones preocupantes, a veces
violentas, en el Sur y Sureste del continente asiático, en países que
tienen por otra parte una tradición de relaciones sociales pacíficas. El
peso particular de una determinada religión en una nación jamás debería
implicar la discriminación en la vida social de los ciudadanos que
pertenecen a otra confesión o, peor aún, que se consienta la violencia
contra ellos. A este respecto, es importante que el diálogo
interreligioso favorezca un compromiso común para reconocer y promover
la libertad religiosa de todas las personas y comunidades. Por último,
como ya he recordado, la violencia contra los cristianos no perdona ni
siquiera a África. Un triste testimonio de ello son los ataques contra
dos lugares de culto en Nigeria, mientras se celebraba el Nacimiento de
Cristo.
Por otra parte, en diversos países en que la Constitución reconoce
una cierta libertad religiosa, la vida de las comunidades religiosas se
hace, de hecho, difícil y a veces incluso insegura (cf. Conc. Vat. II,
Decl.
Dignitatis Humanae, 15), ya que el ordenamiento jurídico o
social se inspira en sistemas filosóficos y políticos que postulan un
estricto control, por no decir un monopolio, del Estado sobre la
sociedad. Es necesario que cesen tales ambigüedades, de manera que los
creyentes no tengan ya que debatirse entre la fidelidad a Dios y la
lealtad a su patria. Pido de modo particular que todos garanticen a la
comunidad católica la plena autonomía de organización y la libertad de
cumplir su misión, conforme a las normas y estándares internacionales en
este ámbito. En este momento, mi pensamiento vuelve de nuevo a las
comunidades católicas de China continental y a sus Pastores, que viven
un momento de dificultad y de prueba. Por otro lado, quisiera dirigir
una palabra de ánimo a las autoridades de Cuba, país que en 2010 ha
celebrado los 75 años de sus relaciones diplomáticas ininterrumpidas con
la Santa Sede, para que el diálogo que felizmente se ha instaurado con
la Iglesia se refuerce y amplíe todavía más.
Dirigiendo nuestra mirada de Oriente a Occidente, nos encontramos
frente a otros tipos de amenazas contra el pleno ejercicio de la
libertad religiosa. Pienso, en primer lugar, en los países que conceden
una gran importancia al pluralismo y la tolerancia, pero donde la
religión sufre una marginación creciente. Se tiende a considerar la
religión, toda religión, como un factor sin importancia, extraño a la
sociedad moderna o incluso desestabilizador, y se busca por diversos
medios impedir su influencia en la vida social. Se llega así a exigir
que los cristianos ejerzan su profesión sin referencia a sus
convicciones religiosas o morales, e incluso en contradicción con ellas,
como, por ejemplo, allí donde están en vigor leyes que limitan el
derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios o de
algunos profesionales del derecho.
En este contexto, es un motivo de alegría que el Consejo de Europa,
en el mes de octubre pasado, haya adoptado una Resolución que protege el
derecho del personal médico a la objeción de conciencia frente a ciertos
actos que, como el aborto, lesionan gravemente el derecho a la vida.
Otra manifestación de marginación de la religión y, en particular,
del cristianismo, consiste en desterrar de la vida pública fiestas y
símbolos religiosos, por respeto a los que pertenecen a otras religiones
o no creen. De esta manera, no sólo se limita el derecho de los
creyentes a la expresión pública de su fe, sino que se cortan las raíces
culturales que alimentan la identidad profunda y la cohesión social de
muchas naciones. El año pasado, algunos países europeos se unieron al
recurso del Gobierno italiano en la famosa causa de la exposición del
crucifijo en los lugares públicos. Deseo expresar mi gratitud a las
autoridades de esas naciones, así como a todos los que se han empeñado
en este sentido, episcopados, organizaciones y asociaciones civiles o
religiosas, en particular al Patriarcado de Moscú y a los demás
representantes de la jerarquía ortodoxa, y a todas las personas,
creyentes y también no creyentes, que han querido manifestar su aprecio
por este símbolo portador de valores universales.
Reconocer la libertad religiosa significa, además, garantizar que las
comunidades religiosas puedan trabajar libremente en la sociedad, con
iniciativas en el ámbito social, caritativo o educativo. Por otra parte,
se puede constatar por todo el mundo la fecunda labor de la Iglesia
católica en estos ámbitos. Es preocupante que este servicio que las
comunidades religiosas ofrecen a toda la sociedad, en particular
mediante la educación de las jóvenes generaciones, sea puesto en peligro
u obstaculizado por proyectos de ley que amenazan con crear una especie
de monopolio estatal en materia escolástica, como se puede constatar por
ejemplo en algunos países de América Latina. Mientras muchos de ellos
celebran el segundo centenario de su independencia, ocasión propicia
para recordar la contribución de la Iglesia católica en la formación de
la identidad nacional, exhorto a todos los Gobiernos a promover sistemas
educativos que respeten el derecho primordial de las familias a decidir
la educación de sus hijos, inspirándose en el principio de
subsidiariedad, esencial para organizar una sociedad justa.
Continuando mi reflexión, no puedo dejar de mencionar otra amenaza a
la libertad religiosa de las familias en algunos países europeos, allí
donde se ha impuesto la participación a cursos de educación sexual o
cívica que transmiten una concepción de la persona y de la vida
pretendidamente neutra, pero que en realidad reflejan una antropología
contraria a la fe y a la justa razón.
Señoras y Señores Embajadores:
En esta solemne circunstancia, permitirme explicitar algunos
principios que inspiran la actividad de la Santa Sede, y de toda la
Iglesia católica, ante las Organizaciones Internacionales
intergubernamentales, a fin de promover el pleno respeto de la libertad
religiosa de todos. En primer lugar, está la convicción de que no se
puede crear una especie de escala en la gravedad de la intolerancia
contra las religiones. Desgraciadamente, una actitud semejante es
frecuente, y los actos discriminatorios contra los cristianos son
considerados precisamente como menos graves, menos dignos de atención
por parte de los Gobiernos y de la opinión pública. Al mismo tiempo, se
debe rechazar también el peligroso contraste que algunos quieren
establecer entre el derecho a la libertad religiosa y los demás derechos
del hombre, olvidando o negando así el papel central que el respeto de
la libertad religiosa tiene en la defensa y protección de la alta
dignidad del hombre. Todavía menos justificables son los intentos de
oponer al derecho a la libertad religiosa unos derechos pretendidamente
nuevos, promovidos activamente por ciertos sectores de la sociedad e
incluidos en las legislaciones nacionales o en directivas
internacionales, pero que no son, en realidad, más que la expresión de
deseos egoístas que no encuentran fundamento en la auténtica naturaleza
humana. Por último, es necesario afirmar que no es suficiente una
proclamación abstracta de la libertad religiosa: esta norma fundamental
de la vida social debe ser aplicada y respetada en todos los niveles y
ámbitos; de otra manera, a pesar de justas afirmaciones de principio, se
corre el riesgo de cometer profundas injusticias contra los ciudadanos
que desean profesar y practicar libremente su fe.
La promoción de una plena libertad religiosa de las comunidades
católicas es también el objetivo que persigue la Santa Sede cuando
establece concordatos u otros acuerdos. Me alegra el que algunos Estados
de diversas regiones del mundo y de tradiciones religiosas, culturales y
jurídicas distintas elijan el instrumento de las convenciones
internacionales como medio para organizar las relaciones entre la
comunidad política y la Iglesia católica, estableciendo a través del
diálogo el cuadro de una colaboración en el respeto de las competencias
recíprocas. El año pasado se ha concluido y ha entrado en vigor un
Acuerdo para la asistencia religiosa de los fieles católicos de las
fuerzas armadas en Bosnia-Herzegovina, y actualmente hay negociaciones
en curso en diversos países. Esperamos un resultado positivo que asegure
una solución que respete la naturaleza y la libertad de la Iglesia, para
el bien de toda la sociedad.
La actividad de los representantes pontificios en los Estados y
Organizaciones internacionales está igualmente al servicio de la
libertad religiosa. Quisiera señalar con satisfacción que las
autoridades vietnamitas han aceptado la designación de un Representante
mío que, visitando las queridas comunidades católicas de ese País,
manifestará la solicitud del Sucesor de Pedro. Quisiera igualmente
recordar que, durante el año pasado, la red diplomática de la Santa Sede
se ha reforzado en África, desde ahora una presencia estable se ha
asegurado en tres países donde el nuncio no era residente. Si Dios
quiere, me acercaré una vez más a ese continente, a Benin, el próximo
noviembre, para entregar la Exhortación apostólica que recogerá el fruto
de los trabajos de la segunda Asamblea especial para África del Sínodo
de los Obispos.
Ante este ilustre auditorio, quisiera reafirmar con fuerza que la
religión no constituye un problema para la sociedad, no es un factor de
perturbación o de conflicto. Quisiera repetir que la Iglesia no busca
privilegios, ni quiere intervenir en cuestiones extrañas a su misión,
sino simplemente cumplirla con libertad. Invito a cada uno a reconocer
la gran lección de la historia: «¿Cómo negar la aportación de las
grandes religiones del mundo al desarrollo de la civilización? La
búsqueda sincera de Dios ha llevado a un mayor respeto de la dignidad
del hombre. Las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y
principios, han contribuido mucho a que las personas y los pueblos hayan
tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la
conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los
derechos del hombre con sus respectivas obligaciones. También hoy, en
una sociedad cada vez más globalizada, los cristianos están llamados a
dar su aportación preciosa al fatigoso y apasionante compromiso por la
justicia, al desarrollo humano integral y a la recta ordenación de las
realidades humanas, no sólo con un compromiso civil, económico y
político responsable, sino también con el testimonio de su propia fe y
caridad» (Mensaje
para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 1 enero
2011, 7).
En este sentido, la figura de la Beata Madre Teresa de Calcuta es
emblemática: el centenario de su nacimiento se ha celebrado en Tirana,
en Skopje, en Pristina, así como en India; le han rendido un vibrante
homenaje, no sólo la Iglesia, sino también las autoridades civiles y los
jefes religiosos, sin contar personas de todas las confesiones. Ejemplos
como el suyo muestran al mundo cuánto puede beneficiar a la sociedad el
compromiso que nace de la fe.
Que ninguna sociedad humana se prive voluntariamente de la
contribución fundamental que constituyen las personas y las comunidades
religiosas. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la sociedad,
asegurando plenamente a todos la justa libertad religiosa, podrá así
gozar «de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la
fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad» (Decl.
Dignitatis Humanae, 6).
Por eso, mientras formulo votos para que este nuevo año sea rico en
concordia y en un progreso real, exhorto a todos, responsables
políticos, jefes religiosos y personas de toda clase, a emprender con
determinación el camino hacia una paz auténtica y estable, que pase por
el respeto del derecho a la libertad religiosa en toda su amplitud.
Sobre este compromiso, que para hacerse realidad necesita del empeño
de toda la familia humana, invoco la Bendición de Dios Todopoderoso, que
por su Hijo Jesucristo, nuestra paz, llevó a cabo nuestra reconciliación
con él y entre nosotros (Ef. 2, 14).