PRESENTACIÓN DE LOS SALUDOS DE NAVIDAD DE LA CURIA ROMANA
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Queridos Hermanos
Al final del Adviento, nos reunimos
para los tradicionales saludos. En unos días tendremos
la alegría de celebrar la Natividad del Señor; el evento
de Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres; la
manifestación del amor de Dios, que no se limita a darnos
algo y enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino
que se entrega a sí mismo; el misterio de Dios que toma
sobre sí nuestra condición humana y nuestros pecados para
revelarnos su vida divina, su inmensa gracia y su perdón
gratuito. Es la cita con Dios, que nace en la pobreza de
la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad.
En efecto, la Navidad es también la fiesta de la luz que
no es recibida por la gente «selecta», sino por los pobres
y sencillos que esperaban la salvación del Señor.
En primer lugar, quisiera desearos a todos vosotros –
colaboradores, hermanos y hermanas, Representantes
pontificios esparcidos por el mundo – y a todos vuestros
seres queridos una santa Navidad y un feliz Año Nuevo.
Deseo agradeceros cordialmente vuestro compromiso
cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia
Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de
Pedro.
Puesto que somos personas, y no sólo números o títulos,
recuerdo particularmente a los que durante este año han
terminado su servicio, por razones de edad, por haber
asumido otros encargos o porque han sido llamados a la
casa del Padre. También para todos ellos y sus
familiares, mi recuerdo y gratitud.
Con vosotros, quiero elevar un profunda y sentida acción
de gracias al Señor por el año que nos está dejando, por
los acontecimientos vividos y todo el bien que él ha
querido hacer con generosidad a través del servicio de
la Santa Sede, pidiendo humildemente perdón por las
faltas cometidas «de pensamiento, palabra, obra y
omisión».
A partir precisamente de esta petición de perdón,
quisiera que este encuentro, y las reflexiones que
compartiré con vosotros, fueran para todos nosotros un
apoyo y un estímulo para un verdadero examen de
conciencia y preparar nuestro corazón para la santa
Navidad.
Pensando en este encuentro, me ha venido a la mente la
imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo.
Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII,
«brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas
Escrituras y en los escritos de los Santos Padres
frecuentemente se enseña».
[1]
A este respecto, san Pablo escribió: «Pues, lo mismo que
el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los
miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo
cuerpo, así es también Cristo» (1 Co 12,12).
[2]
En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda
que «en la construcción del cuerpo de Cristo existe una
diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo
Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de
los ministerios (cf. 1 Co 12,1-11), distribuye
sus diversos dones para el bien de la Iglesia».
[3]
«Cristo y la Iglesia son por tanto el “Cristo total”,
Christus Totus. La Iglesia es una con Cristo».
[4]
Es bello pensar en la Curia Romana como un pequeño
modelo de la Iglesia, es decir, como un «cuerpo» que
trata seria y cotidianamente de ser más vivo, más sano,
más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un organismo complejo,
compuesto por muchas Congregaciones, Consejos, Oficinas,
Tribunales, Comisiones y numerosos elementos que no
todos tienen el mismo cometido, pero que se coordinan
para su funcionamiento eficaz, edificante, disciplinado
y ejemplar, no obstante la diversidad cultural,
lingüística y nacional de sus miembros.
[5]
En todo caso, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no
puede vivir sin alimentarse y cuidarse. En efecto, la
Curia – como la Iglesia – no puede vivir sin tener una
relación vital, personal, auténtica y sólida con Cristo.
[6]
Un miembro de la Curia que no se alimenta diariamente
con esa comida se convertirá en un burócrata (un
formalista, un funcionario, un mero empleado): un
sarmiento que se marchita y poco a poco muere y se le
corta. La oración cotidiana, la participación asidua en
los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y la
Reconciliación, el contacto diario con la Palabra de
Dios y la espiritualidad traducida en la caridad vivida,
son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que nos
resulte claro a todos que, sin él, no podemos hacer nada
(cf. Jn 15,5).
Por tanto, la relación viva con Dios alimenta y refuerza
también la comunión con los demás; es decir, cuanto más
estrechamente estamos unidos a Dios, más unidos estamos
entre nosotros, porque el Espíritu de Dios une
y el espíritu del maligno divide.
La Curia está llamada a mejorarse, a mejorarse siempre y
a crecer en comunión, santidad y sabiduría para
realizar plenamente su misión.
[7]
Sin embargo, como todo cuerpo, como todo cuerpo humano,
también está expuesta a los males, al mal
funcionamiento, a la enfermedad. Y aquí quisiera
mencionar algunos de estos posibles males, males
curiales. Son males más habituales en nuestra vida de
Curia. Son enfermedades y tentaciones que debilitan
nuestro servicio al Señor. Creo que nos puede ayudar el
«catálogo» de los males – siguiendo a los Padres del
Desierto, que hacían aquellos catálogos – de los que hoy
hablamos: nos ayudará a prepararnos al Sacramento de la
Reconciliación, que será un gran paso para que todos
nosotros nos preparemos para la Navidad.
1. El mal de sentirse «inmortal», «inmune», e incluso
«indispensable», descuidando los controles necesarios y
normales. Una Curia que no se autocritica, que no
se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo
enfermo. Una simple visita a los cementerios podría
ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna
de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e
indispensable. Es el mal del rico insensato del
evangelio, que pensaba vivir eternamente (cf. Lc
12,13-21), y también de aquellos que se convierten en
amos, y se sienten superiores a todos, y no al servicio
de todos. Esta enfermedad se deriva a menudo de la
patología del poder, del «complejo de elegidos», del
narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y
no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los
otros, especialmente de los más débiles y necesitados.
[8]
El antídoto contra esta epidemia es la gracia de
sentirse pecadores y decir de todo corazón: «Somos
siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»
(Lc 17,10).
2. Otro: El mal de «martalismo» (que viene de Marta), de
la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos
enfrascados en el trabajo, dejando de lado,
inevitablemente, «la mejor parte»: el estar sentados a
los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso,
Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc
6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al
estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien
ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe
ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la
familia y respetar las vacaciones como un momento de
recarga espiritual y física; hay que aprender lo que
enseña el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, cada cosa
su momento» (3,1).
3. También existe el mal de la «petrificación» mental y
espiritual, es decir, el de aquellos que tienen un
corazón de piedra y son «duros de cerviz» (Hch
7,51); de los que, a lo largo del camino, pierden la
serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se
esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en
«máquinas de legajos», en vez de en «hombres de Dios» (cf.
Hb 3,12). Es peligroso perder la sensibilidad
humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran
y alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de
quien pierde «los sentimientos propios de Cristo Jesús»
(Flp 2,5), porque su corazón, con el paso del
tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar
incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt
22,34-40). Ser cristiano, en efecto, significa tener
«los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp
2,5), sentimientos de humildad y entrega, de
desprendimiento y generosidad.
[9]
4. El mal de la planificación excesiva y el
funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo
minuciosamente y cree que, con una perfecta
planificación, las cosas progresan efectivamente, se
convierte en un contable o gestor. Es necesario
preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación
de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu
Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que
todos los planes humanos (cf. Jn 3,8). Se cae en
esta enfermedad porque «siempre es más fácil y cómodo
instalarse en las propias posiciones estáticas e
inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al
Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo
ni domesticarlo... – ¡domesticar al espíritu Santo! –,
él es frescura, fantasía, novedad».
[10]
5. El mal de una falta de coordinación. Cuando los
miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo
pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza,
convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque
sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de
comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo:
«No te necesito», o la mano a la cabeza: «Yo soy la que
mando», causando así malestar y escándalo.
6. También existe la enfermedad del «Alzheimer
espiritual», es decir, el olvido de la «historia de la
salvación», de la historia personal con el Señor, del
«primer amor» (Ap 2,4). Es una disminución
progresiva de las facultades espirituales que, en un
período de tiempo más largo o más corto, causa una grave
discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz
de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo
un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a
menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el
recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que no
tienen sentido «deuteronómico» de la vida; en los que
dependen completamente de su presente, de sus pasiones,
caprichos y manías; en los que construyen muros y
costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más
esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias
manos.
7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.
[11]
Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las
insignias de honor se convierten en el objetivo
principal de la vida, olvidando las palabras de san
Pablo: «No obréis por vanidad ni por ostentación,
considerando a los demás por la humildad como
superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino
buscad todos el interés de los demás» (Flp
2,3-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y
mujeres falsos, y vivir un falso «misticismo» y un falso
«quietismo». El mismo san Pablo los define «enemigos de
la cruz de Cristo», porque su gloria «está en su
vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la
tierra» (Flp 3,18.19).
8. El mal de la esquizofrenia existencial. Es la
enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la
hipocresía típica de los mediocres y del progresivo
vacío espiritual, que grados o títulos académicos no
pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a
quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los
asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la
realidad, con las personas concretas. De este modo, crea
su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña
severamente a los demás y comienza a vivir una vida
oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal
gravísimo, la conversión es más bien urgente e
indispensable (cf. Lc 15,11-32).
9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del
cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces,
pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que
tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego
se va apoderando de la persona hasta convertirla en
«sembradora de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en
«homicida a sangre fría» de la fama de sus propios
colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos,
que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan
a sus espaldas. San Pablo nos amonesta: «Hacedlo todo
sin murmuraciones ni discusiones, para ser
irreprensibles e inocentes» (cf. Flp 2,14-18).
Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las
habladurías!
10. El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de
quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su
benevolencia. Son víctimas del arribismo y el
oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf.
Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio
pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que
deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados
únicamente por su egoísmo fatal (cf. Ga 5,16-25).
Este mal también puede afectar a los superiores, cuando
halagan a algunos colaboradores para conseguir su
sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el
resultado final es una auténtica complicidad.
11. El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da
cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la
sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando
el más experto no poner su saber al servicio de los
colegas con menos experiencia. Cuando se tiene
conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de
compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por
celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en vez
de levantarlo y animarlo.
12. El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las
personas rudas y sombrías, que creen que, para ser
serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de
severidad, y tratar a los otros – especialmente a los
que considera inferiores – con rigidez, dureza y
arrogancia. En realidad, la severidad teatral y
el pesimismo estéril
[12]
son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí
mismos. El apóstol debe esforzarse por ser una persona
educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite
alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un
corazón feliz que irradia y contagia la alegría a
cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista.
No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor,
e incluso autoirónico, que nos hace personas afables,
aun en situaciones difíciles.
[13]
¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará
bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro:
[14]
yo la rezo todos los días, me va bien.
13. El mal de acumular: se produce cuando el apóstol
busca colmar un vacío existencial en su corazón
acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino
sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos
llevarnos nada material con nosotros, porque «el sudario
no tiene bolsillos», y todos nuestros tesoros terrenos –
aunque sean regalos – nunca podrán llenar ese vacío, es
más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas
personas el Señor les repite: «Tú dices: Soy rico; me he
enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que
eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y
desnudo... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap
3,17-19). La acumulación solamente hace más pesado el
camino y lo frena inexorablemente. Me viene a la mente
una anécdota: en tiempos pasados, los jesuitas españoles
describían la Compañía de Jesús como la «caballería
ligera de la Iglesia». Recuerdo el traslado de un joven
jesuita, que mientras cargaba en un camión sus numerosos
haberes: maletas, libros, objetos y regalos, oyó decir a
un viejo jesuita de sabia sonrisa que lo estaba
observando: «¿Y esta sería la “caballería ligera” de la
Iglesia?». Nuestros traslados son una muestra de esta
enfermedad.
14. El mal de los círculos cerrados, donde la
pertenencia al grupo se hace más fuerte que la
pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a
Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre
con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo
esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer
que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males –
escándalos – especialmente a nuestros hermanos más
pequeños. La autodestrucción o el «fuego amigo» de los
camaradas es el peligro más engañoso.
[15]
Es el mal que ataca desde dentro;
[16]
es, como dice Cristo, «Todo reino dividido contra sí
mismo queda asolado» (Lc 11,17).
15. Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo,
[17]
cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su
poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o
más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan
insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son
capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los
otros, incluso en los periódicos y en las revistas.
Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más
entendidos que los otros. También esta enfermedad hace
mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a
justificar el uso de cualquier medio con tal de
conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de
la justicia y la transparencia! Y aquí me viene a la
mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los
periodistas para contarles –e inventar– asuntos
privados y reservados de sus hermanos y parroquianos.
Para él solamente contaba aparecer en las primeras
páginas, porque así se sentía «poderoso y atractivo»,
causando mucho mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estos males y estas tentaciones son
naturalmente un peligro para todo cristiano y para toda
curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento
eclesial, y pueden afectar tanto en el plano individual
como en el comunitario.
Es preciso aclarar que corresponde solamente al Espíritu
Santo – el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma
el Credo Niceo-Constantinopolitano: «Creo… en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida» – curar toda enfermedad. Es
el Espíritu Santo el que sostiene todo esfuerzo sincero de
purificación y toda buena voluntad de conversión. Es él
quien nos hace comprender que cada miembro participa en la
santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él
es el promotor de la armonía:
[18]
«Ipse harmonia est», afirma san Basilio. Y san
Agustín nos dice: «Mientras cualquier miembro permanece
unido al cuerpo, queda la esperanza de salvarle; una vez
amputado, no hay remedio que lo sane».
[19]
La curación es también fruto del tener conciencia de la
enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de
curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la
cura.
[20]
Así, pues, estamos llamados – en este tiempo de Navidad
y durante todo el tiempo de nuestro servicio y de
nuestra existencia – a vivir «siendo sinceros en el
amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza,
Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y
cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan
la nutrición según la actividad propia de cada una de
las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo
para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16).
Queridos hermanos:
Una vez leí que los sacerdotes son
como los aviones: únicamente son noticia cuando caen,
aunque son tantos los que vuelan. Muchos critican y
pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y
también muy verdadera, porque indica la importancia y
la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto
mal podría causar a todo el cuerpo de la Iglesia un solo
sacerdote que «cae»
Por tanto, para no caer en estos días en los que nos
preparamos a la Confesión, pidamos a la Virgen María,
Madre de Dios y Madre de la Iglesia, que cure las
heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su
corazón, y que sostenga a la Iglesia y a la Curia para
que se mantengan sanas y sean sanadoras; santas y
santificadoras, para gloria del su Hijo y la salvación
nuestra y del mundo entero. Pidámosle que nos haga amar
a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro
Señor, y nos dé valor para reconocernos pecadores y
necesitados de su misericordia, sin miedo a abandonar
nuestra mano entre sus manos maternales.
Feliz Navidad a todos vosotros, a vuestras familias y a
vuestros colaboradores. Y, por favor, ¡no olvidéis rezar
por mí! Gracias de todo corazón.
Notas:
[1]
La Iglesia, siendo un mysticum Corpus Christi,
«necesita también una multitud de miembros, que de tal
manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien.
Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un
miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los
sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la
Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí
mismos, sino porque ayudan también a los demás y se ayudan
unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para
edificación cada vez mayor de todo el cuerpo...
No basta una cualquier aglomeración de miembros
para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de
estar dotado de lo que llaman órganos, esto es, de miembros
que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un
orden conveniente, así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo,
principalmente por razón de estar formada por una recta y bien
proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de
diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos
a los otros».
[2] Cf. Rm 12,5:
«Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo de Cristo, pero
cada cual existe en relación con los otros miembros».
[3] Const. dogm.
Lumen gentium, 7.
[4] Catecismo de la
Iglesia Católica, 795; ibíd., 789: «La comparación de la
Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima
entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a
él: siempre está unificada en él, en su cuerpo. Tres aspectos de
la Iglesia “Cuerpo de Cristo” se han de resaltar más específicamente:
la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo;
Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo».
[5] Cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 130-131.
[6] Jesús ha enseñado
varias veces cómo debe ser la unión de los fieles con él: «Como el
sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así
tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los
sarmientos» (Jn 15,4-5).
[7] Cf. Juan Pablo II,
Const. ap. Pastor bonus, art. 1; Código de Derecho Canónico,
can. 360.
[8] Cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 197-201.
[9] Cf. Benedicto XVI,
Audiencia general, 1 junio 2005.
[10] Homilía
en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre
2014.
[11] Cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 95-96.
[12] Cf, ibíd., 84-86.
[13] Cf, ibíd., 2.
[14]
«Concédeme, Señor, una buena digestión,
y también algo que digerir. Concédeme la salud
del cuerpo, con el buen humor necesario para
mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa
aprovechar lo que es bueno y puro, para que no
se asuste ante el mal, sino que encuentre el
modo de poner las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el
aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y
los lamentos, y no permitas que sufra
excesivamente por ese ser tan dominante que se
llama “Yo”. Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás. Así sea».
[15]
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,88.
[16]
El Beato Pablo VI refiriéndose a la
situación de la Iglesia dijo tener la sensación
de que «por alguna ranura había entrado el humo
de satanás en el templo de Dios»: Homilía
en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo, 29 junio 1972; cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium, 98-101.
[17]
Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97
(«No a la mundanidad espiritual»).
[18]
Cf. Homilía en la Catedral
católica del Espíritu Santo, Estambul, 29
noviembre 2014, «El Espíritu Santo es el alma de
la Iglesia. Él da la vida, suscita los
diferentes carismas que enriquecen al Pueblo de
Dios y, sobre todo, crea la unidad entre los
creyentes: de muchos, hace un solo cuerpo, el
cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo hace la
unidad de la Iglesia: unidad en la fe, unidad en
la caridad, unidad en la cohesión interior».
[19]
San Agustín, Sermo 137, 1: PL., 38, 754.
[20] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium,
25-33 («Pastoral en conversión»)