Mensaje del Papa para la Cuaresma 2008
«Nuestro Señor Jesucristo, siendo rico,
por vosotros se hizo pobre» (2 Corintios 8,9)
CIUDAD DEL VATICANO, martes, 29 enero 2008
Mensaje que ha enviado
Benedicto XVI con motivo de la Cuaresma
2008 con el tema: «Nuestro Señor
Jesucristo, siendo rico, por vosotros se
hizo pobre» (2 Corintios 8,9).
¡Queridos hermanos y hermanas!
1. Cada año, la Cuaresma nos ofrece
una ocasión providencial para
profundizar en el sentido y el valor de
ser cristianos, y nos estimula a
descubrir de nuevo la misericordia de
Dios para que también nosotros lleguemos
a ser más misericordiosos con nuestros
hermanos. En el tiempo cuaresmal la
Iglesia se preocupa de proponer algunos
compromisos específicos que acompañen
concretamente a los fieles en este
proceso de renovación interior: son la
oración, el ayuno y la
limosna. Este año, en mi
acostumbrado Mensaje cuaresmal, deseo
detenerme a reflexionar sobre la
práctica de la limosna, que representa
una manera concreta de ayudar a los
necesitados y, al mismo tiempo, un
ejercicio ascético para liberarse del
apego a los bienes terrenales. Cuán
fuerte es la seducción de las riquezas
materiales y cuán tajante tiene que ser
nuestra decisión de no idolatrarlas, lo
afirma Jesús de manera perentoria: «No
podéis servir a Dios y al dinero» (Lc
16,13).
La limosna nos ayuda a vencer esta
constante tentación, educándonos a
socorrer al prójimo en sus necesidades y
a compartir con los demás lo que
poseemos por bondad divina. Las colectas
especiales en favor de los pobres, que
en Cuaresma se realizan en muchas partes
del mundo, tienen esta finalidad. De
este modo, a la purificación interior se
añade un gesto de comunión eclesial, al
igual que sucedía en la Iglesia
primitiva. San Pablo habla de ello en
sus cartas acerca de la colecta en favor
de la comunidad de Jerusalén (cf.
2Cor 8,9; Rm 15,25-27 ).
2. Según las enseñanzas evangélicas,
no somos propietarios de los bienes que
poseemos, sino administradores: por
tanto, no debemos considerarlos una
propiedad exclusiva, sino medios a
través de los cuales el Señor nos llama,
a cada uno de nosotros, a ser un medio
de su providencia hacia el prójimo. Como
recuerda el
Catecismo de la Iglesia Católica,
los bienes materiales tienen un valor
social, según el principio de su destino
universal (cf. nº 2404).
En el Evangelio es clara la
amonestación de Jesús hacia los que
poseen las riquezas terrenas y las
utilizan solo para sí mismos. Frente a
la muchedumbre que, carente de todo,
sufre el hambre, adquieren el tono de un
fuerte reproche las palabras de San
Juan: «Si alguno que posee bienes del
mundo, ve a su hermano que está
necesitado y le cierra sus entrañas,
¿cómo puede permanecer en él el amor de
Dios?» (1Jn 3,17). La llamada a
compartir los bienes resuena con mayor
elocuencia en los países en los que la
mayoría de la población es cristiana,
puesto que su responsabilidad frente a
la multitud que sufre en la indigencia y
en el abandono es aún más grave.
Socorrer a los necesitados es un deber
de justicia aun antes que un acto de
caridad.
3. El Evangelio indica una
característica típica de la limosna
cristiana: tiene que ser en secreto.
«Que no sepa tu mano izquierda lo que
hace la derecha», dice Jesús, «así tu
limosna quedará en secreto» (Mt
6,3-4). Y poco antes había afirmado que
no hay que alardear de las propias
buenas acciones, para no correr el
riesgo de quedarse sin la recompensa de
los cielos (cf. Mt 6,1-2). La
preocupación del discípulo es que todo
vaya a mayor gloria de Dios. Jesús nos
enseña: «Brille así vuestra luz delante
de los hombres, para que vean vuestra
buenas obras y glorifiquen a vuestro
Padre que está en los cielos» (Mt
5,16). Por tanto, hay que hacerlo todo
para la gloria de Dios y no para la
nuestra. Queridos hermanos y hermanas,
que esta conciencia acompañe cada gesto
de ayuda al prójimo, evitando que se
transforme en una manera de llamar la
atención. Si al cumplir una buena acción
no tenemos como finalidad la gloria de
Dios y el verdadero bien de nuestros
hermanos, sino que más bien aspiramos a
satisfacer un interés personal o
simplemente a obtener la aprobación de
los demás, nos situamos fuera de la
óptica evangélica. En la sociedad
moderna de la imagen hay que estar muy
atentos, ya que esta tentación se
plantea continuamente. La limosna
evangélica no es simple filantropía: es
más bien una expresión concreta de la
caridad, la virtud teologal que exige la
conversión interior al amor de Dios y de
los hermanos, a imitación de Jesucristo,
que muriendo en la cruz se entregó a sí
mismo por nosotros. ¿Cómo no dar gracias
a Dios por tantas personas que en el
silencio, lejos de los reflectores de la
sociedad mediática, llevan a cabo con
este espíritu acciones generosas de
sostén al prójimo necesitado? Sirve de
bien poco dar los propios bienes a los
demás si el corazón se hincha de
vanagloria por ello. Por este motivo,
quien sabe que «Dios ve en el secreto» y
en el secreto recompensará no busca un
reconocimiento humano por las obras de
misericordia que realiza.
4. Invitándonos a considerar la
limosna con una mirada más profunda, que
trascienda la dimensión puramente
material, la Escritura nos enseña que
hay mayor felicidad en dar que en
recibir (Hch 20,35). Cuando
actuamos con amor expresamos la verdad
de nuestro ser: en efecto, no hemos sido
creados para nosotros mismos, sino para
Dios y para los hermanos (cf. 2Cor
5,15). Cada vez que por amor de Dios
compartimos nuestros bienes con el
prójimo necesitado experimentamos que la
plenitud de vida viene del amor y lo
recuperamos todo como bendición en forma
de paz, de satisfacción interior y de
alegría. El Padre celestial recompensa
nuestras limosnas con su alegría. Y hay
más: San Pedro cita entre los frutos
espirituales de la limosna el perdón de
los pecados. «La caridad -escribe- cubre
multitud de pecados» (1P 4,8).
Como a menudo repite la liturgia
cuaresmal, Dios nos ofrece, a los
pecadores, la posibilidad de ser
perdonados. El hecho de compartir con
los pobres lo que poseemos nos dispone a
recibir ese don. En este momento pienso
en los que sienten el peso del mal que
han hecho y, precisamente por eso, se
sienten lejos de Dios, temerosos y casi
incapaces de recurrir a él. La limosna,
acercándonos a los demás, nos acerca a
Dios y puede convertirse en un
instrumento de auténtica conversión y
reconciliación con él y con los
hermanos.
5. La limosna educa a la generosidad
del amor. San José Benito Cottolengo
solía recomendar: «Nunca contéis las
monedas que dais, porque yo digo
siempre: si cuando damos limosna la mano
izquierda no tiene que saber lo que hace
la derecha, tampoco la derecha tiene que
saberlo» (Detti e pensieri,
Edilibri, n. 201). Al respecto es
significativo el episodio evangélico de
la viuda que, en su miseria, echa en el
tesoro del templo «todo lo que tenía
para vivir» (Mc 12,44). Su
pequeña e insignificante moneda se
convierte en un símbolo elocuente: esta
viuda no da a Dios lo que le sobra, no
da lo que posee sino lo que es. Toda su
persona.
Este episodio conmovedor se encuentra
dentro de la descripción de los días
inmediatamente precedentes a la pasión y
muerte de Jesús, el cual, como señala
San Pablo, se ha hecho pobre a fin de
enriquecernos con su pobreza (cf.
2Cor 8,9); se ha entregado a sí
mismo por nosotros. La Cuaresma nos
empuja a seguir su ejemplo, también a
través de la práctica de la limosna.
Siguiendo sus enseñanzas podemos
aprender a hacer de nuestra vida un don
total; imitándole conseguimos estar
dispuestos a dar, no tanto algo de lo
que poseemos, sino a darnos a nosotros
mismos. ¿Acaso no se resume todo el
Evangelio en el único mandamiento de la
caridad? Por tanto, la práctica
cuaresmal de la limosna se convierte en
un medio para profundizar nuestra
vocación cristiana. El cristiano, cuando
gratuitamente se ofrece a sí mismo, da
testimonio de que no es la riqueza
material la que dicta las leyes de la
existencia, sino el amor. Por tanto, lo
que da valor a la limosna es el amor,
que inspira formas distintas de don,
según las posibilidades y las
condiciones de cada uno.
6. Queridos hermanos y hermanas, la
Cuaresma nos invita a «entrenarnos»
espiritualmente, también mediante la
práctica de la limosna, para crecer en
la caridad y reconocer en los pobres a
Cristo mismo. Los Hechos de los
Apóstoles cuentan que el Apóstol San
Pedro dijo al hombre tullido que le
pidió una limosna en la entrada del
templo: «No tengo plata ni oro; pero lo
que tengo, te lo doy: en nombre de
Jesucristo, el Nazareno, echa a andar» (Hch
3,6). Con la limosna regalamos algo
material, signo del don más grande que
podemos ofrecer a los demás con el
anuncio y el testimonio de Cristo, en
cuyo nombre está la vida verdadera. Por
tanto, que este tiempo esté
caracterizado por un esfuerzo personal y
comunitario de adhesión a Cristo para
ser testigos de su amor. María, Madre y
Sierva fiel del Señor, ayude a los
creyentes a llevar adelante la «batalla
espiritual» de la Cuaresma armados con
la oración, el ayuno y la práctica de la
limosna, para llegar a las celebraciones
de las fiestas de Pascua renovados en el
espíritu. Con este deseo, os imparto a
todos una especial Bendición Apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2007
BENEDICTUS PP. XVI
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 - Libreria Editrice Vaticana]