MISA PRO ELIGENDO ROMANO PONTIFICE"
Homilía del cardenal Joseph Ratzinger, prefecto para la Doctrina de la Fe
y decano del Colegio Cardenalicio, en la misa “Pro eligendo Romano Pontifice”
(18 de abril de 2005).
En esta hora de gran responsabilidad, escuchamos con particular atención lo que el
Señor nos dice con estas palabras. De las tres lecturas podemos seleccionar el paso
del Señor, el momento en que el Señor nos habla en la primera lectura. Nos ofrece un
retrato profético de la figura del Mesías, un retrato que recibe todo su significado
en el momento en el que Jesús lee el texto que hemos escuchado en la sinagoga, cuando
dice "Hoy se cumple esta escritura".
En el centro del texto profético encontramos una palabra que a primera vista parece
contradictoria. El Mesías hablando de sí, dice ser mandado a promulgar el año de la
Misericordia del Señor. Escuchamos con alegría el anuncio del año de la Misericordia,
porque la misericordia de Dios pone un límite al mal, nos ha dicho el Santo Padre Juan
Pablo II. Jesucristo es la Misericordia Divina en persona, es decir, encontrar a Cristo
significa encontrar la misericordia de Dios.
El mandato de Cristo se convierte en nuestro mandato a través de la Unción Sacerdotal.
Somos llamados a promulgar no sólo con palabras, sino con la vida y con los signos
eficaces de los sacramentos, el año de la Misericordia del Señor. ¿Pero qué quiere
decir Isaías cuando anuncia el día de la venganza del Señor? Jesús en Nazaret, en su
lectura del texto profético, no ha pronunciado estas palabras, ha concluido anunciando
el Año de la Misericordia. Este ha sido el motivo del escándalo realizado después de su
predicación, no lo sabemos, pero el caso es que el Señor ha ofrecido su momento auténtico
y estas palabras con la muerte de la Cruz, ha cumplido el texto de la escritura con su
muerte en la Cruz. Él portó nuestros pecados en su cuerpo hasta la Cruz, dice San Pedro
en su epístola, en el capítulo 2, versículo 24. Y San Pedro escribe a los gálatas:
"Cristo os ha rescatado de la maldición de la Ley, cambiando la maldición para nosotros
como está escrito". El que cuelga de la madera, el que cuelga de la Cruz, porque en
Cristo Jesús la bendición de Abraham pasa a nosotros, la promesa del Espíritu Santo se
mantiene mediante la fe. La Misericordia de Cristo no supone una banalización del mal.
Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructiva,
abraza y transforma el mal en el sufrimiento, en el foco de su amor sufriente. El día de la
venganza y el año de la Misericordia, coinciden en el Misterio Pascual, en Cristo muerto y
resucitado. Esta es la venganza de Dios, que en la persona de su Hijo sufre por nosotros.
Y así, cuanto más estemos tocados de la Misericordia de Dios, tanto más entraremos en
solidaridad con su sufrimiento. Debemos disponernos a completar en nuestra carne
"aquello que falta a los padecimientos de Cristo" (Col. 1-24)
Vamos a pasar a la segunda lectura, la carta a los Efesios, que se trata sustancialmente
de tres cosas. En primer lugar, los misterios y los carismas de la Iglesia como dones del
Señor Resucitado que asciende al Cielo; después de la maduración de la fe y del conocimiento
del Hijo de Dios como condición y contenido de la unidad en el Cuerpo de Cristo; y, por último,
de la común participación en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, es decir, en la transformación
del mundo en la Comunión con el Señor.
Debemos hablar, según el texto griego, de la medida en la "plenitud de Cristo",
al cual estamos llamados para llegar a ser realmente adultos en la fe. No debemos permanecer
niños en la fe, en estado de minoría de edad. ¿Y en qué consiste ser inmaduros en la fe?
Responde San Pablo: significa "ser llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento
de doctrina" (Ef, 4-14). ¡Una descripción muy actual!
Cuántos vientos de doctrina falsos hemos conocido en estos últimos años, cuántas
corrientes ideológicas, cuántas maneras de pensar. La pequeña barca del pensamiento
de muchos cristianos ha estado agitada permanentemente, de un extremo al otro del mundo,
del marxismo al liberalismo, incluso al libertinaje, del colectivismo al individualismo
radical, del ateísmo a un vago misticismo religioso, del agnosticismo al sincretismo.
Cada día nacen nuevas sectas y se realiza cuánto dice San Pablo sobre la astucia que
conduce engañosamente al error. Tener una fe clara, según el credo de la Iglesia, viene a
veces etiquetada por el fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse
llevar por cualquier viento de doctrina, aparece como el único atisbo que parece imperar
en los tiempos actuales. Se va constituyendo en la actualidad, una dictadura del relativismo
que no conoce nada como definitivo y que deja como única medida sólo el propio yo y la propia
voluntad.
Nosotros, en cambio, debemos tener otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre.
Esta es la medida del verdadero humanismo. "Adulta" no es una que sigue los vientos
de la moda, de la última novedad; adulta y madura es una fe profundamente radicada en la amistad
con Cristo y esta amistad es la que nos abre a todos a lo bueno y la que nos da el criterio para
discernir entre lo verdadero y lo falso, entre la mentira y la verdad. Esta fe adulta debemos
madurarla en el servicio de Cristo.
San Pablo nos ofrece a este propósito (en contraste con las diversas peripecias de los que son
como niños agitados por el viento) una bella palabra: "Haced la verdad en la caridad",
como fórmula fundamental de la existencia cristiana. En Cristo coinciden verdad y caridad. En la
medida en que nosotros nos unimos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se encuentran.
La caridad sin la verdad, será ciega; la verdad sin la caridad será como un "címbalo que
tintinea" (1Cor, 13-1).
Vamos hora a explicar un poco el Evangelio, en cuya riqueza podemos hacer unas pequeñas
observaciones. El Señor nos recuerda esas maravillosas palabras: "ya no os llamo siervos,
sino que os llamo amigos". Tantas veces nos sentimos nosotros con ganas de decir que somos
siervos inútiles, pero el Señor nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos regala su amistad.
El Señor define la amistad de una manera noble, el Señor nos dice todo cuanto escucha del Padre
y nos dona su pleno conocimiento, nos revela su cariño, su corazón, nos muestra su cariño con
nosotros, su amor apasionado, que da hasta la muerte, una muerte en cruz.
Y eso aparece en distintos momentos como en los sacramentos: "Esto es mi cuerpo",
o "Yo te absuelvo". En su cuerpo la Iglesia se constituye. El misterio de Dios
que tanto ha amado al mundo hasta dar a su Hijo unigénito por nosotros, nos ha convertido.
Amigos, ¿cómo podemos responderle?
El segundo evento con el que Jesús define la amistad y la Comunión, en la voluntad es el
siguiente. La amistad con Cristo coincide con cuanto tiene y hace alusión a la tercera
pregunta de nuestro Padre. En el Padre Nuestro nosotros decimos: "que se haga tu
voluntad, así en el cielo como en la tierra". En la hora de Getsemaní Jesús ha
transformado nuestra voluntad humana rebelde, en voluntad conforme y unida a la voluntad
de Dios. Ha sufrido todo el drama de nuestra autonomía, propiamente llevando nuestra voluntad
en su mano y la ha puesto en las manos de Dios y así nos regala la verdadera libertad.
Así dice el Señor en el Evangelio: "no como yo quiero, sino como tú quieres".
En esta comunión de la voluntad con Dios se realiza nuestra redención, ser amigos
de Cristo, convertirnos en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, cuanto más lo conozcamos,
tanto más crece nuestra verdadera libertad, crece la alegría de ser redimidos. Gracias, Señor,
por tu amistad.
El otro elemento del Evangelio es el discurso de Jesús cuando dice: "Os he constituido
para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca". Es propiamente el dinamismo
de la existencia del cristiano que nos relata el apóstol, nos ha constituido por tanto
caminantes, debemos ser animados de su santa inquietud, la inquietud de llevar a todo el
regalo de la fe. Ésta es la amistad con Cristo. En verdad la amistad de Dios con nosotros
nos ha sido regalada para que ella llegue a nosotros y llegue así a los demás. Hemos recibido
la fe para donarla, para regalarla a los otros, seamos sacerdotes para servir a los otros.
Y debemos llevar además un fruto que permanezca. Todos los hombres deben dejar un trazo, un
fruto que permanezca, pero ¿qué cosa permanece? El dinero no, los edificios no permanecen,
los libros tampoco. Después de un cierto tiempo todas estas cosas desaparecen, no quedan.
La única cosa que permanece eterna, para siempre, es el alma humana, el hombre creado por Dios
para la eternidad, el fruto que permanece cuando abandonemos nuestra naturaleza mortal es el alma,
el amor, el conocimiento, es el gesto capaz de tocar el corazón, la palabra que abre el alma a la
alegría del Señor.
Ahora oramos y rezamos al Señor para que nos ayude a portar el fruto, un fruto que permanezca.
Sólo así la tierra se transformará de valle de lágrimas en el jardín de Dios.
Y finalmente recordamos de nuevo la carta a los Efesios, el texto de San Pablo, la lectura dice,
con las palabras del Salmo 68: "Cristo ha ascendido a los cielos", ha distribuido los
dones a los hombres. Es el vencedor que distribuye los dones y estos dones son de los apóstoles,
los evangelistas, los pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don que Cristo que ha dado a
los hombres, para construir un mundo nuevo. Vivamos nuestro ministerio así, como don de Cristo.
Pero, en este momento, sobre todo, oremos con insistencia al Señor para que después del gran don
del Papa Juan Pablo II, nos regale de nuevo un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al
conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría.